Relatos de un creyente: el guía

Ayer conocí a Nuaim Ibn Abdullah, es algo bajo y los años lo han llenado de sabiduría. Andaba a tiendas bajo el Sol de mediodía, lo acompañé a su destino porque sus pies siempre están prestos para ir a la mezquita. Siempre lo he admirado, él, un solo hombre que en uno de los momentos más importantes de la historia del Islam venció al vigoroso Omar Ibn Al Jattab.

Años atrás Omar, un hombre poderoso de La Meca, en ese entonces enemigo del Islam, sentado en la asamblea de los mayores, los escuchaba disertar sobre qué hacer con Muhammad, quien se había declarado Profeta y frente al cual perdían prestigio. El corazón del poderoso Omar albergaba tristeza: sus amigos se habían dividido, los sirvientes eran castigados con severidad y los esclavos, antes contentos servidores de La Meca, ahora reposaban en la explanada dedicada a la tortura.

El sistema social de La Meca caía, la desigualdad se hacía evidente a los ojos dispuestos a verla, y para Omar los mayores no hacían más que elucubrar argumentos. Él ya había esperado suficiente, el nombre de Muhammad repiqueteaba en sus oídos día y noche, así que simplemente un día se levantó, agarró su espada y escogió su camino: asesinaría a aquel que se autoproclamaba Profeta.

No existían secretos en la ciudad de la Kaaba; en cuanto Omar salió con su espada al cinto todos sabían que la crónica de una muerte se escribiría. Fue entonces que Nuaim Ibn Abdullah encontró su destino como guía: siendo uno de los mejores amigos del poderoso Ibn Al Jattab, intrépido se atravesó en el camino de Omar; otros protegerían al Profeta con espadas curvas, con lanzas afiladas o con sus propios cuerpos, pero él, sabio, salvaguardó al Mensajero de Dios con palabras.

“¿A dónde vas con tanta prisa?”, inquirió Nuaim; Omar lo miró y, respetuoso de su amistad, apartó su prisa por unos segundos para contestar: “Voy a encontrar a Muhammad, quien dividió nuestra tribu, menospreció nuestros dioses, se burló de nuestra religión, y voy a matarlo”.

Nuaim temió que en verdad Omar lograra hacer su voluntad. No dudaba que el compañero Abu Baker defendería al Profeta, o que el fiel Bilal daría su vida a cambio de la del Mensajero, pero sabía que Omar podría con ellos y con todos los demás antes de que lo pudieran detener. Con velocidad un pensamiento cruzó y, conociendo la severidad de Omar, le habló de su parentela: “¡Por Dios! ¿Te has decidido, pero crees que la familia de Muhammad te dejará con vida luego de asesinarlo? ¿Por qué no regresas y empiezas a imponer orden primero en tu familia?”. La furia de Omar le coloreó el rostro, ¿su amada hermana se había islamizado a su sombra, siendo él un ignorante?

¡No! Tendría que enderezar a sus propios familiares antes de que su espada conociera la venganza. Dejó a Nuaim y los pasos de Omar, antes destinados a probar la sangre del Profeta, cambiaron de rumbo hacia la casa de su hermana; colérico, escuchó al estar cerca las palabras del Corán siendo recitado. ¡Era verdad! Su propia familia era musulmana a escondidas.

Impetuoso como era, abrió la puerta de un golpe; su hermana y su cuñado, sentados, recitaban el Corán, ¡eran musulmanes!, él no lo permitiría, enceguecido arremetió contra su propio cuñado, su hermana intervino, era un momento de feroz ofuscamiento, entonces su hermana le gritó: “¡Puedes matarnos, pero ciertamente no abandonaremos el Islam!”. Al escuchar esa sentencia que resumía los peores temores del Al Jattab, él levantó su mano famosa por su fuerza y golpeó a su hermana, quien cayó al suelo escupiendo una dolorosa rosa carmesí.

Había lastimado a su hermana, una de las personas por las que su corazón se inclinaba. Solo entonces el sosiego retornó a Omar, se sentó, quería disculparse, pero no sabía cómo. “¿Puedes darme lo que recitabas?”, le pidió a su hermana. Ella, socorrida por su esposo, le respondió: “No tienes ablución, y así no puedes tocar la Revelación”. Él insistió, y ella, golpeada, protectora del Islam, se negó. Omar no logró encontrar su característica furia, en lugar de eso, obedeció a su hermana e hizo la ablución tal como ella le enseñó.

Solo cuando estuvo limpio su hermana le dio las hojas que sostenía, y Omar leyó: {Yo soy Al-lah, y no hay más divinidad que Yo. Adórame solo a Mí y haz la oración para recordarme}. Omar escuchó esa lengua que conocía desde niño, el árabe resonaba en una cadencia que nunca antes tuvo, el Corán conmovió el corazón enardecido de Ibn Al Jattab.

La Revelación hizo mella en Omar disipando la ebriedad de la ira, quedó impactado. Entonces, el gran Omar pidió que se le explicara el Islam, pues había escuchado mucho de Muhammad y poco sobre lo que enseñaba.

Mientras Omar estaba en casa de su hermana, Nuaim Ibn Abdullah no dudó en ir a avisar del ataque que se cernía; los compañeros de Muhammad se equiparon para protegerlo. Omar salió de casa de su hermana al encuentro del Mensajero de Dios. Nuaim y los compañeros apostados en la casa de Muhammad esperaban el sable de Ibn Al Jattab, pero él les entregó algo mejor.

Cuando el altivo Omar llegó, el Mensajero de Dios ordenó que no lo atacaran; con las manos sudorosas, todos retuvieron sus alfanjes en el cinto, y el que antes incubaba intenciones de asesinato, en lugar de sangre derramó palabras: frente a todos pronunció la declaración de fe y se islamizó tal como su hermana.

Ese fue un día de victoria, Omar era de los más fuertes en La Meca y siempre fue un hombre justo, al unirse al Islam entregó su fuerza al servicio del más Misericordioso. Nunca olvidó que su amigo en la incredulidad, Nuaim Ibn Abdullah, fue su guía hacia el Islam.