Relatos de un creyente: El perfume de la carne

El suelo de La Meca es pedregoso, lo habitan unas piedras planas y afiladas que lastiman. Extraño la exuberancia de mi hermosa Medina, donde podía dejar caer el pie para que el talón descansara en la arena tibia. La Meca es un destino obligado para todos nosotros. Yo, al igual que otros, hemos emigrado, no para refrescarnos junto al pozo de Zam Zam, hemos venido a cumplir con el ejemplo del Mensajero de Dios, a circunvalar la Casa de Dios. Aquí, entre gritos de marchantes y caravanas mercantes, la he visto caminar, su cabello legendario cubierto por el hiyab, su corazón en paz, una expresión serena la iluminaba.

Fue nuestra enemiga más cruenta, una reina en La Meca, de las pocas mujeres que desde los doseles en los que reposaba emitía su opinión ante los hombres, su paso siempre era marcado por las mejores fragancias que producía la arena, esbelta, la espesa cabellera negra le adornaba la espalda erguida. Azuzó a los quraishíes contra el Profeta, instigó los salvajes castigos de los esclavos creyentes, sus palabras eran un hilo de odio que enredaba a quien la escuchaba.

Su perfume fastuoso, logrado con los almizcles más selectos, se empezó a infectar el día en que estuvo en la Explanada Ardiente, el lugar abrasador de La Meca, bajo la comodidad de una sombrilla contempló la tortura de los mártires del Islam, vio como azotaban al negro Bilal hasta que la sangre roja pareció cambiarle el color de la piel, ella gozó mientras Bilal se quemaba bajo el sol del mediodía, su fragancia se emponzoñó cuando se arrodilló junto a nuestro almuédano para contemplarlo en el umbral del dolor y sonreír.

Enconada enemiga del Islam, Hind Bint Utba poseía el susurro de la mujer malvada. El oído de su esposo fue el depositario de todo su odio, y cuando el acoso contra los más débiles seguidores del Profeta no fue suficiente, cuando ya estaban libres en Medina, cuando las dos ciudades hubieran podido vivir en paz, ella fue una consejera cruel, espoleó a los mecanos a la terrible batalla de Uhud.

Su odio fue tan grande que no quiso esperar en la ciudad de La Meca las noticias de la batalla, ella misma instigó a otras mujeres a acompañar a los guerreros idólatras, y mientras la contienda esparcía sangre, ella diseminaba su perfume bailando y cantando:

¡Golpea con lanza afilada!

Si avanzas te abrazaremos,

extenderemos suaves alfombras a tus pasos;

y si capitulas te abandonaremos,

“vete, ya no te amo más”

serán nuestras palabras.

Las loas de las mecanas lideradas por Hind surtieron efecto: Uhud fue la gran derrota de los musulmanes, donde los enemigos del Islam celebraron mientras los creyentes se deslizaban cautelosos de regreso a Medina. Sin embargo, su odio no fue apaciguado con la victoria sangrienta, ella anhelaba más para saciar el rencor de su pecho. Su fragancia, antes galante y apetecida, perfumó Uhud cuando capitaneó a las mujeres mecanas para que entraran al campo de batalla y mutilaran los cadáveres de los vencidos. Orejas y narices fueron cortadas por manos femeninas. Riendo, Hind disfrutó de la carnicería.

Washi, la lanza ensangrentada, esperaba en una piedra, y su tristeza de asesino fue la alegría de Hind. El etíope la guio a ella y al que fuera su dueño, Yubair Ibn Mutim, al lugar de reposo del León del desierto, Hamza, que sin luz en sus ojos descansaba por fin de esta vida. La mujer perfumada se regocijó, y al igual que con los otros mutiló el cuerpo inerme. No le bastó. Para Hind, fraguar el asesinato del tío de Muhammad no fue venganza suficiente. Ante la vista de todos tomó un cuchillo y abrió el cadáver, de él extrajo el hígado, sanguinolento y carmesí, lo llevó a su boca y con deleite lo masticó.

La sangre manchó la boca de Hint, la carne mancilló su ser, su perfume se corrompió, y el aroma que fue envidiado por hombres y mujeres de La Meca se transformó en una inmundicia durante años, época en la que ella y su esposo Abu Sufián dirigieron la avanzada contra el Islam. La bella Hint exhortó más batallas, logró llevar al borde de la locura a los incrédulos, pero todo acabó cuando el Islam se elevó superando cualquier dificultad.

Luego del gran campamento, donde Abu Sufián caminó entre creyentes y terminó convirtiéndose en musulmán, ella reconoció de voz lo que por años guardó en el cuerpo elegante: ya no era enemiga, ya no era señora de La Meca, era Hind simplemente. Su corazón albergaba la esperanza de la salvación, quería buscar la redención del Islam y se avergonzaba del pasado de sangre que la cubría.

No se dejó intimidar por lo que una vez hizo, quería ser creyente y, abrazando su valentía, encaminó sus pasos a la mezquita, el pulso desbocado y la afrenta caníbal cubierta, quería que Muhammad recibiera su declaración de su fe como musulmana, la deshonraba su acto bárbaro y feroz, así que se tapó esperando que así el Mensajero de Dios no la reconociera. Cuando estuvo frente a él, lista a declarar su fe, el Profeta la reconoció: “¿Eres tú, Hind, la hija de Utba?”, le preguntó con una mirada de infinita tristeza. Pienso en Hind escondida en su traje, enrojeciendo sin poder evitarlo; podría haber dicho que no, negar la realidad de su presencia, pero ¿para qué lo haría?, ella fue quien comió la carne del León y sería inútil negarlo. “Sí, soy yo”, ¿qué estaría dispuesta a aguantar? ¿Una reprimenda? ¿Unas palabras de reproche? Supongo que era lo mínimo que esperaba. El Profeta, quien fue enviado como misericordia para los mundos, la miró: “Te perdono”, le dijo.

La carga de Hind cayó deshaciéndose contra la compasión. Acérrima enemiga del Islam, se convirtió en discípula del Mensajero de Dios. Ahora es líder entre las mujeres, las invita al Islam, a estudiar, a seguir el ejemplo de Muhammad. Su corazón encontró el Islam, sus maneras encontraron paz, y su perfume se disipó para siempre con el perdón del Misericordioso y las enseñanzas del Mensajero de Dios.