Sentado bajo los dátiles que pronto nos alimentarán contemplo las dunas perennes, las sombras que se recuestan con zalamería contra la arena, las palmeras que baten hojas al ritmo de los vientos de la tarde. Setenta leguas separan Iazrib de la Ka’bah, un recorrido de sangre más que de arena.
Puedo imaginar el grandioso recorrido de los primeros de nosotros, la primera vez que cabalgaron tranquilos sobre sus camellos buscando un líder, alguien que pusiera fin a los arroyos de sangre en los que se sumergía nuestra ciudad; luego la segunda búsqueda, una segunda caravana cuidando la promesa de un refugio.
Pero lo que más amo es imaginar a esos primeros peregrinos, aquellos que huyeron de La Meca a Iazrib bajo una sombrilla de escapada, niños, niñas, mujeres, hombres que corrieron entre umbrías como almas furtivas; y él, tan grande que su presencia era la sombra refrescante, escondiendo a los grupos entre las arenas para que los perseguidores no los encontraran, calmando a los niños con sorbos de agua calentada por las ansias de libertad, liderando a los hombres y mujeres que portaban el Islam en sus pasos.
Durante siglos, cientos de mercaderes viajaron de La Meca a Iazrib cargados de trueques, pero el desierto siempre devoró sus recuerdos y el tintineo de las joyas de las mujeres se perdió sin remedio en el ulular de la arena. Pero los pasos de los primeros musulmanes nunca serán olvidados, hoy, en el momento en que abandone la frescura de las palmeras y regrese a mi casa, mis huellas serán borradas cuando el trascurso inexorable toque el cenit, pero el rastro de la Hégira no se desvanecerá, todos nosotros somos testigos de las huellas imperecederas de los primeros peregrinos.
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